De Lomas a Chala: Partamos en un recorrido imaginario por esta costa misteriosa y sorprendente, iniciando el viaje por su extremo norte, en los extramuros de uno de los desiertos más secos del planeta. La aventura comienza en Lomas, muy cerca del límite con el departamento de Ica: una pequeña caleta, alegre y soleada, que conserva mucho del aire tradicional de los antiguos puertos. Lomas es además un sitio excelente para la pesca y el buceo deportivos. Más al sur se extienden los arenales de Sacaco, uno de los cementerios de ballenas prehistóricas más grandes del mundo, descubierto por el investigador y geógrafo italiano Antonio Raimondi. En este impresionante lugar, la sequedad del desierto y los cambios geológicos han conservado esqueletos de descomunales criaturas que nadaron en el océano hace catorce millones de años, en una bahía que hormigueaba de vida durante el Mioceno superior y el Plioceno inferior. La placa de Nazca elevó esta zona hasta dejarla sin agua, y puso al descubierto diversas especies entre las que destacaban tiburones enormes, descomunales ballenas, ostras gigantes y torpes megaterios cuyos restos yacen hoy sobre la superficie.
Siguiendo el rumbo al sur, atravesando un inmenso arenal, como escuetos oasis de verdor, aparecen las localidades de Acarí y Bella Unión, dos apacibles pueblos que son famosos por sus olivos, sus frijoles y la hospitalidad de su gente.
Una vez más en el trayecto, el desierto envuelve al viajero para regalarle la imponente vista del olivar de Yauca, el cual fue creado a partir de una sola planta de olivo robada de un jardín del distrito de San Isidro en Lima. De pronto, el valle da paso a los médanos de Tanaka, un poblado fantasma levantado entre las dunas y el mar: un lugar donde las tormentas de arena son tan frecuentes que las casas tienen sus ventanas tapiadas. Desde allí se genera una cadena de montañas de roca pulida por la erosión que alcanza su punto más alto en el Morro Chala, uno de los rezagos de la antigua cordillera de la Costa que parece haberse resistido a hundirse en el mar. Un poco más adelante, siempre hacia el sur, aparece una serie de quebradas con vegetación, producto del agua de neblina captada en las colinas cercanas. Allí florecen las lomas de Atiquipa, las más extensas del país y, desde tiempos remotos, una generosa fuente de recursos para el hombre
A continuación, se extiende un territorio de playas secretas y espectaculares. Por sus aguas azules y su arena blanca, justo al fondo de una estrecha quebrada adornada por retorcidos huarangos, destaca Jiway. Más adelante se ubica Puerto Inca —también conocido como Quebrada de la Vaca— cuyas construcciones de piedra son vestigios de lo que fuera una antigua caleta de pescadores, la cual, según dicen, se convirtió en uno de los puntos elegidos por los incas para proveer de pescado fresco al soberano del Cusco. Este era el balneario predilecto del Inca y una fuente inagotable de productos marinos. En sus inmediaciones aún es posible encontrar restos del Qhapac Ñan o camino real empedrado, que unía la costa con la sierra, enlazando el distrito de Bella Unión con el Cusco.
De Chala a Camaná A escasos minutos de Puerto Inca se encuentra el puerto de Chala, otrora importante zona de intercambio y comercio. A finales del siglo XX, llegaban hasta ahí los barcos a vapor provenientes de Inglaterra y Dinamarca. Pocos conocen la zona de playas que se extiende a continuación, pero muchos la han visto asombrados desde la carretera que discurre a gran altura sobre el mar. Siguiendo el rumbo, la costa se vuelve pedregosa y aparece la apacible caleta de Puerto Viejo, seguida de varias playas rocosas de gran belleza. Observando con cuidado se podrá encontrar curiosas formas en las rocas que se levantan a los lados de la carretera, entre ellas destaca una silueta a la que se le conoce como «La Virgen». Un poco después se llega al puerto de Atico con su fábrica de harina de pescado y su punta guanera. El camino junto al litoral descubrirá una serie de bellas playas con infinidad de puntas e islotes concurridos por los marisqueros.
Partiendo de Ocoña, la ruta se interna en la pampa La Yesera para retornar al litoral en la zona de La Chira. Desde aquí se prosigue a través de las pampas del Huevo, una zona de acantilados bordeados por el desierto, hasta ingresar finalmente a las tierras fértiles de Camaná. Es aquí donde, como por arte de magia, el desierto se convierte en verdes campos de arroz.
Al sur de Camaná y del puerto de Quilca —una abrigada ensenada bien resguardada que sirvió de refugio a la armada peruana durante la Guerra del Pacífico—, se extiende una línea de costa casi virgen, salpicada de caletas naturales de agua siempre calma y transparente. Las rocas de granito y los cerros de arena volcánica confieren a esta región un encanto todavía más singular. Se trata de uno de los tesoros mejor guardados de la costa arequipeña: un fantástico rosario de playas de ensueño a las que, hasta hace apenas un año, solo era posible acceder desde el mar. Entre ellas destacan la bahía Honoratos y el islote Hornillos. A la primera se le reconoce por las dos pequeñas playas de arena que rematan una ensenada profunda y resguardada del viento. La segunda, al sur, es un enorme promontorio de rocas redondas y blanqueadas por el guano que sirve de refugio para lobos marinos, pingüinos de Humboldt, aves guaneras y nutrias de mar. Un poco más al sur encontramos las caletas San José y La Francesa, que forman parte de una afortunada iniciativa privada que combina la crianza de mariscos con el ecoturismo. Pocos son los lugares que logran unir paz, aislamiento y buenos servicios en medio de un escenario natural que subyuga y enamora.
La carretera Panamericana deja Camaná para ascender rumbo al este por un estrecho valle conocido como la Cuesta del Toro, y dirigirse hacia las pampas de Siguas. Esta es la ruta tradicional a la ciudad de Arequipa que, luego del empalme de caminos conocido como El Cruce, desciende nuevamente a la costa hasta arribar a los puertos de Islay y Mollendo. Este último es un balneario tradicional cuya hermosa y extensa playa de arena es bañada por un mar tan amigable como frío (especialmente en invierno). Su historia está ligada al desastre: terribles incendios —por lo menos tres— y el azote de la Guerra del Pacífico, dejaron destrozada a esta bella localidad costera. Hoy, sin embargo, Mollendo es una ciudad activa y ordenada cuyas típicas calles en desnivel que miran al mar y a su antiguo muelle (hasta donde llegaba el ferrocarril procedente de Arequipa) parecen renacer cada verano con la llegada de los veraneantes. Incluso ya durante la república, se dice que a Mollendo llegaban visitantes de distintas nacionalidades que desembarcaban de los buques en canastas —dado que no se podían acercar mucho a la costa—, trayendo consigo novedades de diferentes partes de Estados Unidos y Europa. En la actualidad, la ciudad recibe embarcaciones procedentes de diferentes continentes y, cada vez más, se consolida como una alternativa para los cruceros que, operando en la costa del Pacífico Sur, traen viajeros a los principales atractivos turísticos de Arequipa. El puerto de Mollendo, Matarani, es considerado el principal puerto del Perú meridional. Junto con Marcona e Ilo, y a través de la Carretera Interoceánica, se une con los pueblos del sur y con los países vecinos de Brasil y Bolivia, interconectando el Atlántico con el Pacífico. Constituye un importante centro económico: no solo es un espacio clave para la exportación de concentrados minerales, granos, soya, y una diversidad de productos de las regiones del sur, es además la puerta de entrada y salida de la carga boliviana. Por todas estas razones, Matarani es actualmente el segundo puerto más importante del país. Mención especial merece Mejía, el balneario por excelencia de las familias más tradicionales de Arequipa. Famoso por sus alocadas «caperías» de carnaval, es un lugar agradable y exclusivo. Aquí hay muchas casonas de madera dignas de verse, además de residencias modernas y bien equipadas, restaurantes de verano donde se preparan excelentes cebiches y camarones, y varios hospedajes sencillos. Las playas de Mejía —tanto Chirisuya como las tres pequeñas frente al balneario—, tienen en común el mar frío y poco noble, aunque con buena pesca (lenguados y corvinas). El atractivo de esta zona es, sin duda, su gente amable y hospitalaria. Todo esto, y mucho más, es la costa arequipeña. Una tierra antigua, de arenas y vientos, de mar rico y generoso, pero dotada de una herencia volcánica que le confiere ese carácter extraño, siempre cambiante.